benjamingrullo

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Monday, June 27, 2011

El estigma

-¿Tú no eres de aquí, verdad?
-Yo sí, yo nací en Baracaldo.
-Bueno, pero tus padres, digo.

En realidad todo esto de Oskar Matute, Elena Garchia, de los apañoles renunciando a la palabra con la que llamaban a su padre… es la mar de instructivo.

La comunidad es una fuente importante de autoestima. Al compararse con los miembros de OTRA COMUNIDAD, el valor personal del miembro de un Nosotros viene dado por el valor de la comunidad de la que forma parte. Es obvio que hay comunidades que ofrecen más orgullo que otras. El miembro del Nosotros vasco al pagar el peaje de la pertenencia recibe a cambio de la despersonalización un alto valor de sí mismo. Algo es algo. En cambio el español recibe un autodesprecio como elemento indisociable de su identidad colectiva. Incluso a la hora de compararse con los miembros de otra comunidad es el propio español el que valora al vasco más que a sí mismo. Si no, no se entiende.

Al compararse con los miembros de la MISMA COMUNIDAD el valor personal de cada miembro viene dado por la posición jerárquica que ocupa, por su cercanía al líder o, en un colectivismo puro como el nacionalista, por el cumplimiento de cada uno de los requisitos que forman al grupo y jerarquizan la comunidad. Desgañitarse coloreándose a sí mismos con todos los marcadores identitarios posibles es hacer la pelota al Nosotros para garantizarse una posición social y económica privilegiada. Esto es así en todas las sociedades litúrgicas del mundo, o sea todas, y no hay por qué darle más vueltas.

¿Pero qué ocurre cuando alguien crece en un Nosotros que niega tu identidad y la avergüenza? Para mí, la parte más divertida del experimento social que se está llevando a cabo en el País Vasco está en el comportamiento patológico de todos aquellos que tienen cierta desventaja con las reglas de pertenencia étnicas con las que estamos definiendo el grupo. Los apañoles, claro.

Para ellos ser vasco es imposible. En el fondo lo saben. Al poner el instinto de pertenencia en contra de su identidad colectiva originaria, al establecer unos requisitos de pertenencia imposibles de cumplir les inculcamos de forma artificial la vergüenza de sí mismos y de su propio origen, el sentimiento de culpa de ser emigrante, de fuera, una vergüenza semiconsciente de ser o haber sido lo que uno es. Una vergüenza que el afectado se empeñará en negar incluso a sí mismo. Paradójicamente negarse esta vergüenza a sí mismo va a ser el motor psicológico de la obediencia, de su adhesión. Es lo que va a garantizar su servilismo. Este es el truco, la demanda de pureza tiene que ser inalcanzable, para que el adepto viva en un estado continuo de vergüenza y para que intente compensar esta vergüenza a base de ser extraordinariamente constante en el resto de los cumplimientos que se le exigen. Así sí se entiende la obediente tx, el aita, y hasta llamar a alguien con un mortificante Garikoitz, que ya les vale.

Con su activismo se redimen de su humillación, de la que consideran su humillación, su origen. En el truco es fácilmente reconocible la psicología católica del pecado original que garantiza un esfuerzo mayor de purificación para acceder al paraíso celestial, en este caso de disolución en el paraíso nosotril.

Lo cierto es que, como su antecesor, el nacionalismo aplica una lógica conductista preciosa. Esclavismo invisible, para lelos, sí, pero cachondo de observar. Aquí un antropólogo serio no duraba dos días sin morirse de risa.